martes, 21 de agosto de 2012

Aunque hoy parezca difícil de creer, a mediados del siglo XX todavía había muchos científicos que defendían fervientemente que los océanos eran tan grandes que podían absorber y diluir la contaminación que generábamos los humanos y que, ya entonces, se vertía de manera descontrolada.
En aquellos años, la preocupación medioambiental era un tema menor que no merecía la atención de prensa, radio y televisión. Hubo que esperar hasta finales de los '60, con las mareas negras y las subsiguientes tragedias en la vida marina que provocaron los hundimientos de los petroleros Torrey Canyon y Santa Barbara, para que los medios internacionales alertaran a la opinión pública del daño que estábamos causando en los océanos.
El desastre del Torrey Canyon
Ya en 1972, las Naciones Unidas impulsaron la firma de la Convención de Londres, que aunque no prohibía la contaminación marina, sí que estableció por primera vez una lista de sustancias, entre las que se encontraban los desechos radiactivos y compuestos como el cianuro, que no debían ser arrojadas descontroladamente a los océanos.
Los firmantes, asimismo, incorporaron una lista gris de elementos que, aunque no prohibieron, sí que dictaminaron que debían ser regulados y controlados por las autoridades de cada país. La normativa, que sólo era aplicable a los desechos procedentes de los barcos y no hacía mención alguna a las tuberías que lanzaban alegremente sus vertidos a los mares, no entró en vigor hasta 1975.
Más de 30 años han transcurrido desde entonces, pero la situación de los mares no ha hecho sino empeorar. El aumento de la población, la falta de una legislación global estricta, clara y severa que persiga y castigue a las empresas infractoras, el número creciente de países industrializados, la polución de los ríos, los vertidos de los barcos, las aguas fecales, los millones y millones de toneladas de plásticos que lanzamos despreocupadamente a los mares y que acaban con la vida de un sinfín de animales o el uso y abuso de pesticidas, DDTs, dioxinas y metales pesados son todas ellas causas de primer orden que explican el paulatino deterioramiento de las condiciones en los océanos.
Uno de los ejemplos más claros de las consecuencias que están ocasionando los vertidos incontrolados en los océanos sobre los ecosistemas marinos lo descubrió casualmente el oceanógrafo estadounidense Charles Moore en 1997 mientras se encontraba inmerso en una expedición científica entre Los Ángeles y Hawai.

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